A menudo se intenta hacer creer que las
creencias religiosas son una verdad humana universal. Tal como el lenguaje u
otros sistemas culturales, las creencias religiosas a las que las personas, o
grupos de personas se aferran, dependen exclusivamente de experiencias
sociales. Así como crecemos aprendiendo el lenguaje de nuestra familia y
comunidad, también crecemos con sus creencias, y las aceptamos como nuestras. O
eso es lo que se dice.
La
religión no es más que un sistema de creencias que se enseña y aprende
mecánicamente, sin que incluso sus propios practicantes entiendan a
cabalidad todos sus componentes. El hecho (a mi juicio vergonzoso), de que casi
todas las sociedades conocidas exhiban alguna forma de religiosidad, pudiera
sugerir que la religión es totalmente inherente a la naturaleza humana. Nada
más alejado de la verdad por cierto, aunque plantea la interrogante de si
nuestro cerebro está predestinado biológicamente para tales creencias. Lo cual
a su vez me lleva a cuestionarme:
¿Cuál
es la verdadera relación entre el cerebro y la religión?
Primeramente, es necesario definir con certeza qué es la religión:
Se
trata de un conjunto de pensamientos y
sentimientos que dan pie a creencias en personas o entidades con determinado
grado de poderes sobrenaturales a menudo representados como sagrados, con efecto directo en la
conducta o desarrollo de la vida de los hombres. El término también puede
ser utilizado para describir a la manera primitiva en que las sociedades pre-agrícolas
atribuían cualidades espirituales o divinas a fenómenos naturales que no podían
entender (como los truenos o el viento), en un intento por explicarse de alguna
manera el mundo en que vivían.
Por ende, es acertado pensar que la religión
como tal, no es más que un rezago de
tiempos muy primitivos, que ha permanecido en la cultura debido a su
transmisión mecánica a través de generaciones, o por su extendido uso como
instrumento de poder y método de subyugación de masas a través de la historia, disfrazado
de código moral “correcto”, como única vía de superación humana.
Una de las características comunes a todas
las religiones es que incluyen procesos
de abstracción mental. Por lo tanto, para entender en qué cree nuestro
cerebro es preciso analizar cuándo y por qué surgió esta capacidad. Las
primeras evidencias del género Homo provienen
del este de África, hace unos 2,3 millones de años. Se distinguían de sus
ancestros por su morfología dental, por contar con cerebros más grandes y por
iniciar la industria lítica (manipulación de las piedras). En la construcción
de estos instrumentos líticos subyace un primer inicio de abstracción, puesto
que antes de tallarlos es necesaria una representación mental de su forma y
potencial utilidad, y también anticipar las necesidades futuras. El entierro de
los muertos también da testimonio de la capacidad de manejar conceptos
abstractos. Con independencia de los fines utilitarios de las prácticas
funerarias, algunos autores han sugerido que también podrían haber estado
motivadas por atribuciones de tipo religioso, por ejemplo con la pretensión de
facilitar el tránsito a otra vida. Si esto fuera así, sería necesario contar
con un cerebro cuya constitución y funcionamiento permitiera un pensamiento
simbólico suficientemente desarrollado.
No obstante, se considera que las formas más
avanzadas de abstracción mental son las relacionadas con el arte, el cual no
surgió hasta la llegada de nuestra especie, el Homo Sapiens. En Europa sucedió al inicio del paleolítico superior,
hace unos 40.000 años, como se deduce de las pinturas y grabados en cuevas, de las esculturas y de la fabricación de pequeños objetos
transportables, que en conjunto constituyen los denominados arte parietal y
mobiliar respectivamente. Así pues, posiblemente los fundamentos de las ideas
religiosas, como el miedo a la muerte y a lo desconocido, a lo imprevisto, a lo
irreparable y a lo inexplicable, tienen su origen en estas capacidades.
Según un estudio realizado por el
neuropsicólogo Jordan Grafan, publicado en la revista Current Directions in Psychological
Science, para el cual
fueron empleadas distintas técnicas tales como resonancias magnéticas o
imágenes cerebrales, arrojó que diversas
áreas del cerebro están involucradas en la cognición de la religión. Cabe
señalar que la noción popularmente extendida de que regiones específicas del
cerebro tienen específicas funciones es bastante errónea, y ha sido completamente
refutada. En este y otros estudios, los neurocientíficos han sido capaces de
hallar una correlativa actividad en diferentes regiones del cerebro en personas
con diferente tipo de religión profesada. Los estudios realizados en pacientes
con daño cerebral muestran que la actitud de las personas sobre su religión
puede, y de hecho cambia debido a la pérdida de funciones en regiones
particulares del cerebro.
A
menudo se piensa que la religión, como el lenguaje o la música, hace uso de las
mismas áreas cerebrales empleadas en otras funciones, pero este pensamiento
solo podría sugerir cómo los netamente humanos comportamientos tales como los antes mencionados lenguaje o música podrían haber evolucionado. Las creencias religiosas involucran regiones y
funciones ya existentes, de manera que no
hay necesidad de un módulo o dispositivo “divino” que las haga evolucionar
desde cero.
Las interacciones sociales humanas son
muchísimo más complejas que las de cualquier otra especie, y uno de sus
rasgos es la habilidad del hombre de entender e incluso influir en el
pensamiento y la toma de decisiones de sus pares. O sea, que tratamos de
explicar e incluso predecir el comportamiento de los otros atribuyéndoles
pensamientos y sentimientos específicos que les conducen a actuar de
determinada manera. Como somos capaces de elegir nuestras propias acciones y
determinar las de otros, es muy fácil atribuirle pensamientos y sentimientos a
objetos inanimados, tal como pensar que nuestras computadoras o teléfonos
tienen una mente propia, o incluso exageradamente humanizar las acciones de
nuestras mascotas, llegando a extremos totalmente ridículos que ni siquiera
vale la pena mencionar aquí. Los niños pequeños también le atribuyen
intenciones o conciencia propia a fenómenos cotidianos que no alcanzan a
comprender, tal como han hecho los seres humanos desde las sociedades de
cazadores-recolectores.
El
hecho de que las creencias y las prácticas religiosas se puedan encontrar en
todos los grupos humanos ha llevado a algunos autores a sugerir que podrían
haber desempeñado un papel importante en el desarrollo social de nuestra
especie, en lo que respecta a la facilitación y estabilización de la
cooperación entre grupos humanos, pudiendo haberse convertido en objeto de
selección cultural. Un hecho que apoya esta hipótesis es que los grupos religiosos
parecen durar más tiempo que los grupos no religiosos. Sin embargo, a pesar de
las características diferenciales entre las distintas religiones a lo largo de
la historia, no suele haber diferencias en cómo las personas realizan juicios
morales o de contenido ético, lo que refuta el planteamiento anterior y también
ha llevado a sugerir que la religión no pudo haber surgido a partir de
funciones cognitivas preexistentes sino que, podría estar relacionada con
procesos de selección natural, al crear un sistema capaz de solventar, de forma
adaptativa, el problema de la cooperación grupal.
Es siempre más sencillo crear divinidades o
entidades incuestionables para explicar fenómenos más allá de nuestras
capacidades tecnológicas de estudio y comprensión, de ahí que la religión
siempre aparece como la opción más fácil para quienes no desean embarcarse en
el arduo proceso de investigación, estudio y comprensión del mundo que le
rodea, o para aquellos grupos de poder a quienes no les conviene que la masa
bajo su liderazgo acceda al conocimiento, para que de esta manera, puedan
seguir siendo sometidos sumisamente, sin cuestionamientos.
Las
religiones organizadas surgieron desde el auge y desarrollo de la agricultura
en las sociedades más complejas en tiempos primitivos. Los sistemas de
creencias en dichas religiones tienden a ser más abstractos y contradictorios
cuando se refiere a conductas morales, obviamente, en el momento de su
surgimiento, no podía tenerse una clara visión sobre la complejidad del
pensamiento y comportamiento humano. De ahí que las creencias sobre la
mentalidad de los fenómenos naturales dan pie a credos establecidos acerca de
personalidades divinas que toman la forma de hombres, animales o mezcla de
ambos (los dioses como hombres, incluso si solo pueden ser imaginados), y
cuando las personas adoctrinadas o profesantes de determinada religión, piensan
en sus dioses o les rezan, se activan las mismas áreas del cerebro que utilizan
para la interacción con las demás personas.
Por
supuesto, la idea de invocar una divinidad para que interceda a nuestro nombre
es básica en toda religión organizada. No hay dudas de que este mecanismo es
una reminiscencia de nuestra infancia, cuando dependemos totalmente de nuestros
padres o nuestros mayores, quienes toman las decisiones por nosotros, incluso
aunque no queramos, pero que irremediablemente nos vemos en el deber de
obedecer. Resulta muy evidente la facilidad que tienen los niños para creerse
las cosas, creer en los Reyes Magos, Santa Claus, gnomos, elfos, y otras
criaturas mágicas es algo muy vinculado a la infancia. Resulta que la corteza
prefrontal de los niños se encuentra desproporcionadamente inmadura en
comparación con otras regiones cerebrales. Esto explica su predisposición a creerse
las cosas, y también a mostrar una gran deferencia por el autoritarismo en los
juicios morales. Estas conductas se pierden a medida que la corteza prefrontal
madura. No obstante, durante la vejez el funcionamiento de la corteza
prefrontal suele verse comprometido, haciendo de las personas ancianas un
blanco más fácil para el engaño por tender a creerse las cosas con más
facilidad. Así mismo, como un niño pequeño se ve obligado a obedecer a sus
mayores por el código de conducta establecido, la religión impone el deber de la obediencia a sus seguidores,
basada en sus propios códigos de conducta (dominación) establecidos.
También
cabría preguntarnos si el cerebro de una persona religiosa puede diferir
anatómicamente del cerebro de otra no religiosa. Se ha podido comprobar que las
personas que experimentan una relación íntima con su dios o dioses, presentan
un mayor volumen en una porción concreta de la corteza cerebral, la denominada
circunvolución temporal media del hemisferio derecho. En otras palabras, toda
religión depende exclusivamente del cerebro humano: sin cerebro no hay religión.
Pero, ¿cuál es la verdadera relación entre el
cerebro y la religión? ¿Qué efecto producen las creencias religiosas en
nuestro cerebro y cómo influyen en nuestro comportamiento?
La religión en sí es más un discurso
cultural que el verdadero resultado de la evolución cerebral. Los científicos
aclaran que es únicamente la actividad
cerebral la que permite creer y que esa actividad diferencia al que cree
del que no. Uno de los mitos más comunes en estos casos es que la creencia
religiosa puede aumentar la esperanza de vida y ayudar a enfrentar mejor las
enfermedades, algo que ha sido desmentido por gran variedad de estudios médicos
y científicos, además del más básico sentido común. Por otra parte, se sugiere que la creencia religiosa activa los
mismos circuitos cerebrales que el sexo y las drogas en las personas más influenciadas
por los códigos propios de la religión que profesa.
Aquellas
personas que toman a la religión como su brújula vital suprimen la red cerebral
utilizada para el pensamiento analítico con el fin de involucrar a la red solamente
en el pensamiento empático. Una “cuestión de fe”, desde el punto de vista
analítico, es absurda, ya que, por lo que entendemos sobre el cerebro, el salto
de la fe a la creencia en lo sobrenatural equivale a hacer a un lado la forma
crítica y/o analítica de pensar, lo que a la larga nos impide lograr una mayor
percepción social y emocional.
El fanatismo religioso, altamente adictivo
como las más potentes sustancias psicotrópicas, se produce debido a altos
niveles de una sustancia llamada dopamina, la cual es el neurotransmisor encargado,
entre otras funciones, del placer y de la adicción. Se trata de un proceso
semejante al que conduce a los adictos a las drogas a necesitar una dosis cada
vez mayor. Los altos niveles de dopamina determinan las conductas más
adictivas, algo que también ocurre con el sentimiento religioso. Cuando los
niveles de dopamina en las regiones prefrontales y el sistema límbico del
cerebro son altos, la persona está más inclinada a tener y sentir profundos
sentimientos religiosos. Cualidades que desde los albores de la humanidad han
estado vinculados con los gurús y líderes religiosos y políticos. Un efecto
semejante al que causan drogas como el LSD o la psilocibina, consumidas por
algunos chamanes religiosos durante los rituales.
Se
puede establecer -y de hecho ya se ha hecho en múltiples ocasiones-, un
paralelismo entre las adicciones y las conductas religiosas más extremas, como
el éxtasis de algunos rituales o el terrorismo islamista. Sobra mencionar las
atrocidades o crímenes perpetrados a consecuencia de las religiones y la “fe”.
En
definitiva, la conducta religiosa es un
fenómeno exclusivamente humano del que no se ha encontrado un equivalente
en otras especies animales. Está lamentablemente presente en casi todas las
culturas modernas y, por los vestigios arqueológicos que disponemos, podemos
decir que ha sido evidente en todos los períodos de la historia y de la
prehistoria, desde el surgimiento de los procesos mentales de abstracción. Lo que nos hace más humanos es la
conciencia de nuestra propia existencia, por lo que resulta
contraproducente la existencia de creencias religiosas que desvirtúan nuestros
propios orígenes y nuestra conciencia de nosotros mismos. Creemos porque queremos y no porque necesitamos creer. Por eso
puede, y resulta peligroso el uso que se
hace de dichas creencias y sentimientos, casi nunca tan noble o benevolente como
suele representarse.
Mayo 14, 2020
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